Diciembre ha entrado despacito, caminando por la alfombra de sus recién estrenadas horas con una calma apabullante (uffffff otra de esas palabras con sabor, “apabullante”, se le llenan a una los ojos de plumas y estrellas al pronunciarla). O así lo percibo yo, que tengo un cerebrito medio infantil y receptivo a las locuras. Diciembre llega a paso lento, sin prisas y con el pecho crecido. Sabe que es el último de la lista y eso le da un aplomo infinito. Él se encarga de cerrar la puerta del año así que se cuelga la llave de la solemnidad y nos deja el invierno y la Navidad en bandeja. Cómo no va a gustarme Diciembre? si la tradición Navideña (no soy creyente) me arrima a la calidez, a la magia, a la ilusión de mis hijos que, aunque creciditos, se han empapado de mi irracional ilusión por estos días y la irradian a destajo. Bueno, el pequeño más que el mayor, claro. La adolescencia es una cueva con muy poca ventilación y dónde la fugaz infancia queda relegada a un felpudo de medidas microscópicas. Así debe ser, me digo.
Diciembre entra en casa entelando los cristales y ensanchándome la sonrisa. Pienso devorarte, le proclamo con la frente alta, sin ápice de compasión. Y él, sin inmutarse un pelo, se acomoda sonriente en su trono y de un pestañeo enciende todas las luces del sol.
Todo eso y algo más de alegria que viene de la mano del turrón en una canción: «Vuelve a casa por Navidad». Un beso.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Jajaja mítica canción, es verdad! 😉
Buen fin de semana, Carlos. Un beso
Me gustaLe gusta a 1 persona